NEUROTRANSMISIONES
Según Robert Sapolsky, profesor de Neurología en la Universidad de Stanford, existen motivos suficientes para pensar que la depresión constituye un trastorno bioquímico, algo que no funciona como debiera en la química cerebral. Un mensajero químico, la serotonina, deja de trabajar correctamente favoreciendo la vulnerabilidad biológica. Cuando la presencia de esta sustancia disminuye en el cerebro, las neurotransmisiones se colapsan o algo parecido. Es como si Telefónica se hace cargo de la totalidad de los circuitos cerebrales, nada funciona como es debido. La lluvia golpea en los cristales y las frases se pierden en el diálogo, pequeñas e inservibles, inútiles e innecesarias. Una cuestión genética viene a complicar aún más las cosas. El gen que codifica la proteína que determina cuánta serotonina se comunica entre las neuronas comienza a equivocarse. O, mejor dicho, se indispone y se transforma en un gen equivocado. Pero los genes, por sí solos, no determinan nada. Como añade Sapolsky, los genes determinan ciertas cosas en entornos concretos, es decir, en determinadas situaciones.
Norepinefrina, serotonina y dopamina. Tres neurotransmisores, tres vírgenes de la tristeza. El uso de técnicas de visualización que permiten observar el funcionamiento del cerebro de manera directa, parece anunciar la posibilidad de un conocimiento cierto de las bases neurales de nuestra vida emocional, de la comprensión de qué ocurre en el sistema nervioso cuando experimentamos amor, alegría o tristeza. La tomografía por emisión de positrones, que mide el aumento del oxígeno que se observa tras la activación de cualquier región cerebral, indicaría que no existe un área cerebral concreta correspondiente a la felicidad o a la tristeza, pero apuntaría a la posibilidad de obtener un mapa cerebral de nuestras emociones.
Los mapas cerebrales señalan lugares fantásticos donde aguardan, adormecidas, nuestras más terribles pesadillas. La amígdala, por ejemplo, una estructura localizada en la parte inferior y lateral del cerebro, se presenta como la auténtica capital del miedo. Según Juan Carlos López García, doctor en filosofía por la Universidad de Columbia, “monos sin amígdala dejan de mostrar el terror que normalmente sienten al ver una serpiente, mientras que gatos en los que la amígdala se estimula eléctricamente se comportan como si estuviesen acorralados, mostrándose agresivos y tratando de defenderse contra un enemigo invisible”. Si por mí fuera, me extirparían en este mismo momento la amígdala o lo que sea. Tengo miedos irracionales a seres sobrenaturales (bueno, si no sobrenaturales, al menos feos de cojones) y sueño con monstruos imposibles herederos de las fiebres de Lovecraft. Me pasa a mí y les pasa también a unos cientos de miles de mis conciudadanos por estas fechas. Es lo que tiene vivir en el paraíso, cercado por las obras, que uno se vuelve un majadero asustado.
Monos, genes, locos y neuronas. Hay algo ahí afuera, pero intentar explicarlo me llevaría a excesos de percepción y a errores injustificados. Es lo que le ocurre también al protagonista de La piel fría, de Albert Sánchez Piñol. Acaba de tomar posesión de su isla y observa con extrañeza todo cuanto le rodea. La playa, las rocas de origen volcánico, el límite entre el mar y la tierra… Aun así sabe que su descripción no es fiable. Un sol tan triste como una conexión vacía de serotonina complica mucho las cosas. Es lo que puede ver, seguro, pero sabe que “el paisaje que un hombre ve, ojos afuera, acostumbra a ser el reflejo de lo que esconde, ojos adentro”.
Norepinefrina, serotonina y dopamina. Tres neurotransmisores, tres vírgenes de la tristeza. El uso de técnicas de visualización que permiten observar el funcionamiento del cerebro de manera directa, parece anunciar la posibilidad de un conocimiento cierto de las bases neurales de nuestra vida emocional, de la comprensión de qué ocurre en el sistema nervioso cuando experimentamos amor, alegría o tristeza. La tomografía por emisión de positrones, que mide el aumento del oxígeno que se observa tras la activación de cualquier región cerebral, indicaría que no existe un área cerebral concreta correspondiente a la felicidad o a la tristeza, pero apuntaría a la posibilidad de obtener un mapa cerebral de nuestras emociones.
Los mapas cerebrales señalan lugares fantásticos donde aguardan, adormecidas, nuestras más terribles pesadillas. La amígdala, por ejemplo, una estructura localizada en la parte inferior y lateral del cerebro, se presenta como la auténtica capital del miedo. Según Juan Carlos López García, doctor en filosofía por la Universidad de Columbia, “monos sin amígdala dejan de mostrar el terror que normalmente sienten al ver una serpiente, mientras que gatos en los que la amígdala se estimula eléctricamente se comportan como si estuviesen acorralados, mostrándose agresivos y tratando de defenderse contra un enemigo invisible”. Si por mí fuera, me extirparían en este mismo momento la amígdala o lo que sea. Tengo miedos irracionales a seres sobrenaturales (bueno, si no sobrenaturales, al menos feos de cojones) y sueño con monstruos imposibles herederos de las fiebres de Lovecraft. Me pasa a mí y les pasa también a unos cientos de miles de mis conciudadanos por estas fechas. Es lo que tiene vivir en el paraíso, cercado por las obras, que uno se vuelve un majadero asustado.
Monos, genes, locos y neuronas. Hay algo ahí afuera, pero intentar explicarlo me llevaría a excesos de percepción y a errores injustificados. Es lo que le ocurre también al protagonista de La piel fría, de Albert Sánchez Piñol. Acaba de tomar posesión de su isla y observa con extrañeza todo cuanto le rodea. La playa, las rocas de origen volcánico, el límite entre el mar y la tierra… Aun así sabe que su descripción no es fiable. Un sol tan triste como una conexión vacía de serotonina complica mucho las cosas. Es lo que puede ver, seguro, pero sabe que “el paisaje que un hombre ve, ojos afuera, acostumbra a ser el reflejo de lo que esconde, ojos adentro”.
7 comentarios
mariel -
pini -
pero lo cierto es que las pocas veces que me asalta el miedo -cada vez menos- pienso que tendré una eternidad para él.
y entonces mejor sonreirle a lo efímero.
he llegado tarde para el abrazo, así que me uno desde afuera.
tu secretaria, la sin miedo.(o que lo sabe disimular como reina)
Enrique -
¡Cayetano, qué alegría! Llevo unos días siguiéndote la pista por el nuevo Anboto News y por Libro de Notas. Celebro tu vuelta a la actividad, me imagino que esto significa que todo marcha mucho mejor. Ya hablaremos tú y yo con más calma.
Magda, ¿cómo van las cosas por México? Me temo que vamos a necesitar una operación urgente de amígdalas (las del cerebro) para vencer tanto miedo cabrón y cobarde. Con perdón. ¡Con lo bien que estaba yo de vacaciones!
Abrazos para todos.
Magda -
Un abrazo para ti, Enrique.
Shangri-La -
Cayetano -
Tenía ganas de dejar un guiño en el sistema de comentarios y aparecer, como inventa Lovecraft, por una esquina (angulo recto) y saludar. Posiblemente "las frases se pierden en el diálogo, pequeñas e inservibles, inútiles e innecesarias" y se me ocurre que mejor un abrazo y asegurarle, a usted caballero, que me asombran sus textos que es lo mismo que decir que dan sombra en estas épocas de sofoco y calor (y no precisamente del sol)
C. Martín -